sábado, 25 de abril de 2009

Lo que más disfruto

A pedido de mis amigas Gaby y Mariana, publico la lista de las 15 cosas que más me gusta hacer. Aquí van:

1- Despertarme después de una larguísima siesta y no entender que día es, qué hora y dónde estoy.
2- Pasar horas reventando las burbujas de las bolsas de plástico.
3- Llenar la bañera y sumergirme con un buen libro en la mano.
4- Levantar un bebé y que me quede su perfume.
5- Dormirme con alguien acariciándome la cabeza.
6- Abrir mi bandeja de mails y encontrar varios mensajes (no cadenas, mensajes redactados por alguien de carne y hueso).
7- Despertarme sobresaltada pensando en que ya es la hora de levantarme y ver que me confundí y todavía me quedan unas horas más para dormir.
8- Volver cada tanto a la casa de mis viejos y meterme en su cama a ver tele, como cuando era chica.
9- Estar soñando algo gracioso y despertarme a media noche con mi propia carcajada.
10- Pasar las tardes de domingo mirando esas fotos de mi infancia que creía olvidadas.
11- Subir a la balanza y notar que la dieta ha dado mejores resultados que los esperados (creo que ésta debería ir primero en la lista).
12- Saber que a alguien le gustó algo que escribí.
13- Recordar que mis mejores amigos son los mismos que hace 10 años y sentir que los quiero y que me quieren como el primer día.
14- Soñar con mi viejo y despertarme con una sonrisa.
15- Ponerme un pantalón y encontrar plata en el bolsillo.

sábado, 18 de abril de 2009

No soplo una vela más

“Viejos son los trapos”, solía escucharla decir a mi abuela. Pero unos días atrás me acordé de ella; fue cuando experimenté mi primer encuentro cercano con algo que marcará cada uno de mis días, cada vez que me mire al espejo, hasta que me muera: el problema de la edad.
Hace dos semanas cumplí 25 años (o un cuarto de siglo, es lo mismo) y es como si de repente hubiese un cumplido una seguidilla de años juntos que se venían postergando por alguna absurda razón. Ustedes pensarán, “pero 25 añitos no son nada”, y yo tengo algo para retrucarles.
Para empezar, un día antes de ese fatídico 6 de abril de 2009, tuve la brillante idea de ir al supermercado a hacer las compras del mes. Cuando me acerco al mostrador de la carnicería, el antipático ser que atendía me preguntó: “¿Qué va a llevar SEÑORA?”. ¿Quéeeeeeeeeee? ¿Señora? Respiré y traté de mantener la calma mientras mi novio, que al notar mi cara de rabia comenzó a alejarse hacia la góndola siguiente, hacía un esfuerzo sobrehumano por contener la risa. Finalmente me dio el kilo de milanesas que había pedido y concluyó el acto con un antipático “¿Desea algo más, SEÑORA?”. “Sí, si deseo algo más. Deseo que en este preciso instante me dejes de decir SEÑORA”, moría por contestarle, pero una parte positiva de mí (hasta entonces aun estaba) me convenció de tomarlo como algo gracioso.
La cosa empeoró cuando a la noche fui a bañarme y, mientras desafinaba una canción de Miranda bajo la ducha, empecé a notar que un abultado mechón de pelo emigraba de mi cabeza. Salí, me sequé con una toalla y comencé a observar todos los espacios blancos que invadían mi cuero cabelludo. Era lo que me faltaba, quedar pelada.
Al día siguiente pensé “hoy es mi cumpleaños, no me voy a amargar porque se me cae el pelo, mañana averiguo algún tratamiento en la peluquería y listo”. Me vestí para ir a cenar con mis amigas y, cuando me acerqué al espejo para corroborar cómo me quedaba la pollerita, la vida me dio otro cachetazo… várices.
La historia concluye con un fuerte puntazo en muela al morder la torta, alergia por el maldito cambio de estación y un dolor insoportable de pies por haber bailado toda la noche con tacos.
“Los 25 son así, te salen todos los achaques juntos”, me dijo un amigo no sé si intentando consolarme o burlándose de mi. En fin, juro que no vuelvo a soplar a una vela.